Por John MacArthur.
Téngannos los hombres por servidores de Cristo. (1 Corintios
4:1)
El apóstol Pablo era
un “siervo” de Cristo. Era una función que escogió por amor, no por temor.
Había tal vez millones de esclavos en el Imperio Romano. En
su mayor parte, no se les trataba como a personas, sino como objetos. Si un amo
quería matar a un esclavo, podía hacerlo sin temor al castigo. Aunque era un
vocablo negativo para los romanos, la palabra esclavo significaba dignidad,
honor y respeto para los hebreos, y los griegos lo consideraban un término de
humildad. Como siervo de Cristo, por tanto, Pablo paradójicamente se considera
exaltado y envilecido. Esa es la ambivalencia que afrontará todo representante
de Jesucristo.
Cuando pienso en el
honor que se me ha dado de predicar el evangelio de Jesucristo, me siento a
veces abrumado. No hay más alto llamamiento en la vida que proclamar el
evangelio desde el púlpito y poder enseñar la Palabra de Dios bajo el poder del
Espíritu Santo. Pero hay también una paradoja que exige que un ministro de
Cristo comprenda que no merece servir. Debe tener la debida perspectiva de ser
un esclavo indigno que tiene el privilegio incomprensible de proclamar el evangelio.
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